Por: Andrea Pulla
La falta de dinero y educación formal lo obligaron a dejar las armas, hoy hace arte con tinta y aguja.
Los sueños de la infancia, un futuro que se anhela, un camino que se construye y en ocasiones llega a una meta.
Un soldado, entrenado, valiente, audaz y temerario, esa era la imagen que quería proyectar Jaime, desde que tiene uso de razón su corazón marcó el ideal de un hombre de servicio.
En el trayecto de la vida encontró trabas que fueron difíciles de superar, la educación formal se alejó poco a poco junto con su sueño, que aún se negaba a desvanecerse.
Uno de los requisitos para ingresar a una escuela militar es ser bachiller y a los 18 años Jaime no lo había conseguido.
En 1995 termina de germinar un conflicto que se veía venir, Perú y Ecuador inician una guerra por el territorio, Jaime que en ese entonces alcanzaba la mayoría de edad se había enlistado en el servicio militar con el firme propósito de acercarse a su metay vencer la barrera de los títulos académicos que no poseía.
En la milicia había vivido bajo las órdenes de sus superiores, aprendiendo a moverse en tierra hostil y afianzando sentimientos patrióticos. El ejercicio diario lo motivaba, desde que era adolescente alzaba pesas, construyó unas con un par de baldes, un tubo y cemento; la salud era esencial para él y por ello trataba de mantenerse en la mayor actividad física posible.
Siempre fue rebelde pero bajo sus límites, hacía lo que quería pero jamás interfería negativamente en la vida de los demás, le era difícil recibir órdenes por su naturaleza subversiva, pero las aceptaba porque de fondo estaba su afán por ser militar.
La lucha por la soberanía en el Cenepa requería en el frente de batalla “carne de cañón”, así describe Jaime los hechos. Un día le anunciaron que su tropa iba a ir al enfrentamiento, él estaba en el cuartel de Machachi y cuando se desarrollaba el embarque llegó un informe anunciando el fin de la guerra. Dice que no le teme a la muerte, jamás le ha temido, “cuando el de arriba cree que es tu hora no hace falta una guerra”.
Su servicio terminó y el verde militar ya no era su piel. Empezó a trabajar y retomó una actividad que le apasionó desde los 15 años, un alambre galvanizado fue el inicio de imitaciones de prendedores, aretes y poco a poco creaciones nuevas y exclusivas. Su madre se dedicaba a este arte y él lo aprendió.
Cuando vio lejano su ideal se dejó absorber por los piercing, las perforaciones y por último los tatuajes, crear arte se convirtió en su forma de vida.
Atrás quedaron las huellas de los sueños de infancia y hoy a sus 33 años Jaime Villamar no se arrepiente de nada, su filosofía es vivir feliz con lo que uno es y dejar los lamentos en el pasado.
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